Powered By Blogger

lunes, 26 de diciembre de 2011

Próximamente, sponsors mediante, va a salir mi próximo libro. Espero lograr su edición.
Felicidades

Stella

viernes, 15 de abril de 2011

CONTACTO CON MIS SEGUIDORES

A pesar de mis silencios les cuento que voy poniendo mis artículos de historia e historia regional para compartirlos con Uds.
En mi perfil están mis direcciones de mail por si tienen que agregar algo más a los comentarios que colocan en mi blog.
Un abrazo cibernético

Stella

SOY LA ARGENTINA

Yo, Argentina, la madre tierra, tengo una larga vida. Me homenajean por que hace 200 años terminamos con uno de los coloniajes europeos iniciado en 1516 cuando Solís entró en el río color de león.

Mi vida es milenaria. Nací en las pampas inmensas, entre mar y ríos. Me adornaron con paisajes de maravilla, dicen que cuando Dios creó la tierra me dio lo mejor de su creación, aunque no voy a agregar lo que algunos dicen de este gesto, porque no lo creo.
Fui la mujer de las eternas y múltiples pariciones. Podría armar una pirámide a partir de las primeras generaciones hasta las actuales, las de abajo van sosteniendo a las nuevas que contienen los de las anteriores y forman un compacto de argentinitos.
Me duelen sus destinos . Una madre se siente muy mal cuando sus hijos sufren. Como mis pilagá en Formosa, por ejemplo, que siguen siendo masacrados, aplastados por los diferentes gobiernos que buscan sus tierras para negociarlas. No puedo creer que pasen los tiempos y sigan pobres, con hambre. Y eso que cuando eran chicos les di la tierra para que la gozaran no para que la sufrieran.
Tengo otros chicos ellos sufren de negritud. Su piel es marrón o castaña, sus cabellos renegridos y gruesos, la gente los rechaza, porque no son blancos puros, no son rubios y encima vienen de lo más hondo de mis entrañas. Les di la luz al pie de la inmensa cordillera en muchos casos, pero parece que del otro lado los rechazan y eso que todos son mis hijos. Le llaman cabecitas negras. Se ganan la vida en las minas, en el levante de las cosechas, van de provincia en provincia de un lado al otro, dejan los pueblos sin hombres. Menos mal que estoy YO para sostener a esas madres del abandono y en muchos casos de la prostitución. Mi mirada los sigue con dolor. Los ve sentados con las piernas colgando en los acoplados sin contención, rumbo a sus diferentes destinos, en Misiones, en Santiago del Estero, por ejemplo. Los ve en medio de la selva semidesnudos, esperando la vianda provincial que les amaine el hambre. Les dicen vagos, no los veo así, si en cuanto encuentran una changa enseguida se anotan para conseguir moneditas. Por mediados del siglo XX se apostaron en uno de mis costados el que se apoya en un puerto que - entre nosotros- me da mucho trabajo por que quiere quedarse con todas las ganancias que dejan las entradas y salidas de sus barcos; y eso no puede ser. Los muchachos llegaron en camioncitos cargados de sus muebles y arriba de ellos mis choznos. Buscaban trabajo. Algunos los consiguieron, otros se amontonaron en las villas miserias, que le llaman. Una de mis hijas, convertida en mito les llamó “mis grasitas” y les entregó un certificado de “Dignidad”. Les cuento que yo adopté hijos, los hijos del corazón, los inmigrantes. Hice los trámites en diferentes épocas. En la colonial los españoles dejaron esa tonada que con el tiempo se fue yendo: se confundían las voces y tonadas de los nacidos de mí y de los llegados de afuera, en muchos casos luchaban juntos sin diferencias de voces.
Mucho después vinieron en aluvión, como decía mi hijo José Luis Romero, europeos y algunos asiáticos y tuve que hacer esfuerzos para alimentarlos a todos, aunque se dieron maña y salieron adelante.
Y siguieron llegando, sobre todo después de cada una de las dos terribles guerras mundiales del siglo XX y otra vez, yo les abrí mis brazos y los defendí cuando los discriminaban mis propios hijos. Les decían galleguitos, gringos, turquitos. Como ahora, en este Bicentenario también les dicen “paraguas”, “bolitas” “chilotes” a los que como nosotros son latinoamericanos.

La gloria
Tuve hijos célebres y otros que no figuran en ningún libro, ni en monumentos, ni en nada.
Los más antiguos los originarios son recordados en algunos lugares, por suerte, junto a sus lanzas o artesanías. Con el paso del tiempo José Francisco es llamado El Libertador, comandó ejércitos, como Manuel, que lo mandé a España a estudiar Leyes y terminó combatiendo en los campos de batalla. Martín Miguel, pobre, murió joven, en mi norte, no dejó pasar a ningún maturrango. Gracias a ellos mis nuevos hijos me vieron en Libertad. Tuve escritores que nos ayudaron a organizarnos mejor, como Juan Bautista, aunque estuvo poco conmigo porque anduvo más por Europa. Eso de que los hijos se van… Como Julio que me mandó desde París su rayuela, o Atahualpa, siempre de gira o Astor que volvió para morir.
Y qué decir de mis nobeles, más conocidos por sus apellidos que por sus nombres de pila: Saavedra Lamas, Houssay, Leloir, Milstein, y el más reciente Pérez Esquivel siempre comprometido, siempre en la militancia por la paz.
Mis anónimos construyeron casas, hicieron sus ladrillos, cubrieron de montes la llanura, aprovecharon las aguas de los ríos, fueron maestros, poetas, jardineros, músicos, pescadores, deportistas, ovejeros, enfermeros, médicos, chacareros. Tantas cosas que sería largo enumerar, lo mismo que los millones de mujeres con sus trabajos visibles e invisibles.

Yo soy así
Soy latinoamericana, de mis hermanos me quedan los dolores de los genocidios europeos, aunque no nos pudieron sacar todo, la raza aparece en cada instante. También como ellos sufrí dictaduras infernales, que nos llenaron de miedo. Yo trataba de darle fuerza a mis hijos aunque espantados se iban allende el Atlántico a buscar seguridad y yo me quedé acá entre miedos y dolores. No sé cómo he podido superar tantas crisis. Pero sigo pariendo nuevas generaciones que al ritmo rockero y de las marchas de la bronca vuelven a hacer vigentes sus pensamientos liberadores, las nuevas esperanzas. Entonces yo me desperezo en mi largo lecho de tierra y agua y siento que no todo está perdido y le mando guiños a los “hacedores” y a los “creadores” que vuelven a resurgir en sus herederos, envueltos en el mundo de la tecnología, de las nuevas ciencias, de la modernidad que algunos le llaman “líquida”.
Sé que mi nombre definitivamente tiene su fuerza. Ya no soy más la gobernación o el virreinato de las tierras de la plata. Después de un largo trayecto me impusieron el nombre definitivo, el de pila, el que me faltaba, el de República Argentina. La cosa pública, la que organiza, la que exige la renovación de sus gobernantes, la comunicación de los actos de gobiernos. YO, le aseguro, que cuido y cuidaré a mis descendientes para que no se corrompan y para que no le teman a los sacrificios por una vida mejor. Los apoyaré si, con el compromiso de volver a construir, deciden destruir lo que hicimos. YO, la madre tierra, la pacha mama voy a sostenerlos como siempre. Creo que así voy a poder recorrer tranquila los caminos de la libertad sin miedo al desengaño.

sábado, 12 de febrero de 2011

Un brindis por el Farolito

UN BRINDIS EN EL FAROLITO


No me fue difícil encontrar la paz.
Aseguro que la encontré a orillas del mar, ese mar de “sirenas y endriagos”, como diría Georgie.
Creo que es posible alcanzarla. Es el mar quien la ofrece.
La paz tiene presencia entre las olas de murmullo interminable y nada en las aguas espumosas, revuelve caracoles en la arena, aspira sal, se nutre de sabor a pez, de imágenes de pescadores y de catorce caballos arrastrando las lanchas.
Mira el cielo encapotado, lluvioso o resplandeciente. Cualquiera de ellos, no interesa, porque la simbiosis agua y espacio la fortalece.
Esa paz se halla en la nocturnidad que envuelve las casitas “de abajo”, ahí en la playa, en los bares portuarios o en las copas del tinto como las del “Farolito”.
¡Cómo me nutro con ella!. Porque ayuda a recuperar la memoria de la madre tierra y me hace sentir la fuerza que da la pertenencia a un lugar. Me enriquece la selección de circunstancias que generan reminiscencias de seres anónimos y notables, quienes durante su





vida rescataron el transcurrir del pueblo marítimo. Y siento que no deben olvidarse, porque
son nutricios.

La paz se sienta en el médano a la sombra de un tamarisco o se alimenta de recuerdos de una estancia grande devenida en escuela y después en tapera.
La paz se nutre de los vientos. Se refugia en el faro, en los árboles, se bambolea en la bandeja de un mozo, salta en las cascadas del arroyo que transita entre la aldea marítima.
Por todo esto, la paz puede ser varón o mujer, ya que la eternidad no hace distingos de género, se corporiza y hasta tendría un nombre significativo: Aníbal, porque es el que más fácilmente se asemeja al mero mar de Almejas y sus gentes.
No hay otra designación para que la paz me llegue. La trae aquel caminante infatigable, de paso tranquilo. Aníbal Paz, un hombre de paz. Tal vez su anonimato resalta más esa virtud.
Persona que fue servicial, colaborador sin búsqueda de recompensas y que por sobre todo llevaba en sus entrañas el amor a su tierra.
¡Había que seguirlo en sus guiadas en el Museo!. Tenía una historia cierta para cada una de las fotografías, un hotel de madera sobre la arena, grupos de veraneantes con trajes de baño de los años cuarenta, lanchas de pescadores, piedras enormes en la costa, nueve chalés, igualitos, uno al lado del otro. La paz se reflejaba en sus decires de naufragios y de vidas robadas por la insolencia de las marejadas.
Investigador paciente, su trabajo se evidenciaba en los planos, en los mapas cronológicos, en la clasificación que realizaba de los elementos
El mar estaba sereno dentro de las cuatro paredes del museo. El pasado contenido en él.

Yo sentía mi identificación con el lugar porque acentuaba mi pertenencia a otras
distancias . Me crié junto a una bahía blanca que iluminaba mis veranos y me volvía contemplativa en los inviernos, por eso no tengo anécdotas de Almejas que me gratifiquen con sus recuerdos; pero sí soy del agua, de la sal, de la turbulencia de las olas.
Cuando llegué a la orilla de ese mar y mis pies descalzos recibieron el cosquilleo del agua, renació en mí lo marítimo de la infancia y la sensación de inmensidad de entonces me colmó totalmente. Ya no pude dejar de amar ese paisaje infinito y sus gentes. Me detuve a valorar las historias cotidianas de algunos de sus pobladores, dado que muchos de ellos llevan esa sensación interminable que crea la simbiosis de sal y agua.
Por eso pretendo rescatar imágenes de Don Aníbal Paz, seguirlo con la imaginación en sus diarias caminatas mañaneras por la costa, con la mirada puesta en el vuelo de las gaviotas; cruzándose quizás con el dinamarqués Cristian, solitario pescador convertido en mito o acodado en su adorado bar El Farolito presto a servir a sus fieles parroquianos.
¡Cuántas veces don Aníbal se habrá inclinado para devolver al mar los caracoles que las mareas dejaban!. Joven Aníbal Paz trabajando de mil cosas en los pueblos aledaños. Niño curioso oteando la vida de los estancieros, sin broncas ni resentimientos.
El museo de Almejas, que lleva su nombre, fue trasladado a un espacio de la terminal de ómnibus. Su ubicación está lejos de ser lugar de llegada, de encuentro, de búsqueda, de gozo. Diría Sarlo, es un “no lugar”, con las implicancias de una sala de espera.
Y bueno, don Aníbal, aquí va mi recuerdo y mi agradecimiento por su ayuda en mi trabajo. Y a través de usted incluyo a tantas vidas silenciosas que yugan entre la arena y el vendaval, en la pesca riesgosa, en el manejo de máquinas. Sembradores de vegetación, laburantes de sol a sol, habitantes eternos de la costa.
Soñadores de la soledad que sólo añoran la paz