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sábado, 12 de febrero de 2011

Un brindis por el Farolito

UN BRINDIS EN EL FAROLITO


No me fue difícil encontrar la paz.
Aseguro que la encontré a orillas del mar, ese mar de “sirenas y endriagos”, como diría Georgie.
Creo que es posible alcanzarla. Es el mar quien la ofrece.
La paz tiene presencia entre las olas de murmullo interminable y nada en las aguas espumosas, revuelve caracoles en la arena, aspira sal, se nutre de sabor a pez, de imágenes de pescadores y de catorce caballos arrastrando las lanchas.
Mira el cielo encapotado, lluvioso o resplandeciente. Cualquiera de ellos, no interesa, porque la simbiosis agua y espacio la fortalece.
Esa paz se halla en la nocturnidad que envuelve las casitas “de abajo”, ahí en la playa, en los bares portuarios o en las copas del tinto como las del “Farolito”.
¡Cómo me nutro con ella!. Porque ayuda a recuperar la memoria de la madre tierra y me hace sentir la fuerza que da la pertenencia a un lugar. Me enriquece la selección de circunstancias que generan reminiscencias de seres anónimos y notables, quienes durante su





vida rescataron el transcurrir del pueblo marítimo. Y siento que no deben olvidarse, porque
son nutricios.

La paz se sienta en el médano a la sombra de un tamarisco o se alimenta de recuerdos de una estancia grande devenida en escuela y después en tapera.
La paz se nutre de los vientos. Se refugia en el faro, en los árboles, se bambolea en la bandeja de un mozo, salta en las cascadas del arroyo que transita entre la aldea marítima.
Por todo esto, la paz puede ser varón o mujer, ya que la eternidad no hace distingos de género, se corporiza y hasta tendría un nombre significativo: Aníbal, porque es el que más fácilmente se asemeja al mero mar de Almejas y sus gentes.
No hay otra designación para que la paz me llegue. La trae aquel caminante infatigable, de paso tranquilo. Aníbal Paz, un hombre de paz. Tal vez su anonimato resalta más esa virtud.
Persona que fue servicial, colaborador sin búsqueda de recompensas y que por sobre todo llevaba en sus entrañas el amor a su tierra.
¡Había que seguirlo en sus guiadas en el Museo!. Tenía una historia cierta para cada una de las fotografías, un hotel de madera sobre la arena, grupos de veraneantes con trajes de baño de los años cuarenta, lanchas de pescadores, piedras enormes en la costa, nueve chalés, igualitos, uno al lado del otro. La paz se reflejaba en sus decires de naufragios y de vidas robadas por la insolencia de las marejadas.
Investigador paciente, su trabajo se evidenciaba en los planos, en los mapas cronológicos, en la clasificación que realizaba de los elementos
El mar estaba sereno dentro de las cuatro paredes del museo. El pasado contenido en él.

Yo sentía mi identificación con el lugar porque acentuaba mi pertenencia a otras
distancias . Me crié junto a una bahía blanca que iluminaba mis veranos y me volvía contemplativa en los inviernos, por eso no tengo anécdotas de Almejas que me gratifiquen con sus recuerdos; pero sí soy del agua, de la sal, de la turbulencia de las olas.
Cuando llegué a la orilla de ese mar y mis pies descalzos recibieron el cosquilleo del agua, renació en mí lo marítimo de la infancia y la sensación de inmensidad de entonces me colmó totalmente. Ya no pude dejar de amar ese paisaje infinito y sus gentes. Me detuve a valorar las historias cotidianas de algunos de sus pobladores, dado que muchos de ellos llevan esa sensación interminable que crea la simbiosis de sal y agua.
Por eso pretendo rescatar imágenes de Don Aníbal Paz, seguirlo con la imaginación en sus diarias caminatas mañaneras por la costa, con la mirada puesta en el vuelo de las gaviotas; cruzándose quizás con el dinamarqués Cristian, solitario pescador convertido en mito o acodado en su adorado bar El Farolito presto a servir a sus fieles parroquianos.
¡Cuántas veces don Aníbal se habrá inclinado para devolver al mar los caracoles que las mareas dejaban!. Joven Aníbal Paz trabajando de mil cosas en los pueblos aledaños. Niño curioso oteando la vida de los estancieros, sin broncas ni resentimientos.
El museo de Almejas, que lleva su nombre, fue trasladado a un espacio de la terminal de ómnibus. Su ubicación está lejos de ser lugar de llegada, de encuentro, de búsqueda, de gozo. Diría Sarlo, es un “no lugar”, con las implicancias de una sala de espera.
Y bueno, don Aníbal, aquí va mi recuerdo y mi agradecimiento por su ayuda en mi trabajo. Y a través de usted incluyo a tantas vidas silenciosas que yugan entre la arena y el vendaval, en la pesca riesgosa, en el manejo de máquinas. Sembradores de vegetación, laburantes de sol a sol, habitantes eternos de la costa.
Soñadores de la soledad que sólo añoran la paz